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La arquitectura es una experiencia sensorial. Un proceso de percepción visual, táctil, sonora, que sucede aun cuando no lo notamos y que deviene en una sensación mucho más profunda… la anímica. La vivencia de un determinado espacio tiene que ver con la arquitectura de ese lugar, y sobre todo con sus superficies: sus colores, su materialidad, sus texturas, la calidez o frialdad que estos transmiten.

Después de desarrollar los dos libros anteriores para Barugel Azulay, que se centraban en el diseño de baños y cocinas y que tuvieron gran aceptación por parte de un público exigente como son los profesionales del rubro, surgió la idea de dedicar la siguiente edición a superficies en arquitectura e interiorismo. Aunque parecía extremadamente difícil, me dispuse a buscar obras interesantes, originales y fotogénicas. En el camino, empecé a tomar real conciencia de la importancia que tienen las superficies y los revestimientos, sobre todo cuando son utilizados por profesionales creativos, apasionados por la experimentación. Un revestimiento –o la manera en que se lo combine con otros– puede volver intrascendente o inolvidable a un proyecto.

Como nuestra piel, las superficies son órganos complejos y maravillosos, con funciones diversas y bien específicas. Las obras que despliega este libro generan, en base a ellas, un recuerdo particular: resultan algo así como la textura de la personalidad de cada proyecto. De la misma manera en que la piel es lo que hay entre nuestro cuerpo y el mundo, los revestimientos son aquello que vincula al espacio construido con el afuera, ya sea aislándolo, protegiéndolo de la lluvia o del frío o, visto de otro modo, conectándolo con el paisaje, permitiendo el intercambio. La piel es resistente, pero también suave. Con los revestimientos puede suceder lo mismo. Funcionalidad, resistencia, impermeabilidad, color, textura, opacidad o transparencia, temperatura: aspectos trascendentes a la hora de elegir aquellas superficies que han de rodearnos. A eso hay que agregar, en este mundo de bienes descartables, la capacidad de perdurar en el tiempo –si tal cosa nos interesa–.

Es precisamente la durabilidad lo que explica la ilustración elegida para este texto. En 1929, el arquitecto Mies van der Rohe diseñaba y construía el Pabellón Alemán en la Exposición Internacional de Barcelona. Allí Mies da una clase magistral de texturas y color. Con líneas sutiles y dimensiones modestas, el espacio genera experiencias sensoriales de una riqueza inconmensurable. La obra se desarmó un año después de su creación. A instancias de un grupo de arquitectos españoles, en 1983 volvió a ser construida. Sobre los materiales utilizados en ella –cuatro tipos de mármol, entre otros– hay mucho dicho y escrito. Simplemente quisiera destacar esa superficie única que resulta el espejo de agua sobre canto rodado. Si el genio quiso transmitir sensaciones de paz y sosiego, con ese gesto lo logró plenamente. La vigencia de su mensaje es asombrosa.

Quien haya estado en una obra en construcción conoce la incómoda sensación de lo inacabado: revoques, ladrillos, vigas, pisos, todo en proceso, y el polvo sobrevolando como molesto símbolo de lo imperfecto. En un momento dado, entran a jugar los revestimientos, las terminaciones. Magia. Aunque no haya muebles, tendremos ganas de sentarnos en el piso, de vivir el espacio en su dimensión más pura. Y así será mientras los revestimientos que nos acogen se mantengan agradables. De ahí su importancia y también la complejidad de su elección.

Cada una de las obras que siguen fue minuciosamente elegida, fotografiada y puesta en palabras. Con la misma meticulosidad, fue ubicada en relación a las demás de modo de lograr diversidad y a la vez armonía en el conjunto. Bienvenidos al universo de las superficies.